lunes, 27 de noviembre de 2017

Cartas








Recuerdo la sensación de llenar papeles, blancos inmaculados, con cientos de palabras. Alquimizar tristezas, sabores, imágenes y transportarlos sanos y salvos al papel. El borrón inconfundible de una lágrima impregnada para la posteridad y que sin querer, enfatizaba lo escrito. Eran épocas confusas e intensas. Había tantos factores que debían encadenarse y funcionar para que esa carta llegara al destinatario que no había más que confiar en la suerte.
Solía ensayar la letra durante un rato largo, maldecía esos trazos desordenados e incompresibles hasta que descubrí la grafología y lo entendí todo. Siempre el mismo saludo: “Buen día con sol” aunque lo que siguiera fuera una despedida, una suplica o una declaración de amor.
Aún conservo cuadernos repletos de esas que nunca fueron enviadas, por falta de dinero, de tiempo o la simple sensación de que no habría quien rompiera el sobre para hacerla nacer en otros ojos.
¿Qué habrá sido de aquellas que si llegaron a destino? ¿Serán aun hojas amarillentas envueltas en cintas rojas o compost de algún relleno sanitario? Me inclino más por lo segundo.
Hoy extraño profundamente la posibilidad de escribirte una carta. Quizás así podría hacerte entender todo el misterio que mi voz y tus oídos se niegan a desentrañar. Quizás serían tantas carillas que te aburrirías antes de terminarlas, pero eso también querría decir algo que los oídos disimulan mucho mejor.

La tarde cae indiferente, los carteros terminan de entregar boletas, extractos bancarios y dejando el fondo de sus bolsos para mañana. Las malas noticias pueden esperar. Los perros ya no tienen a quien ladrarle entonces lo hacen entre ellos. Y yo, sigo soñando con cartas que nunca voy a escribir y menos aún enviar.