Recuerdo la sensación de llenar papeles,
blancos inmaculados, con cientos de palabras. Alquimizar tristezas, sabores,
imágenes y transportarlos sanos y salvos al papel. El borrón inconfundible de
una lágrima impregnada para la posteridad y que sin querer, enfatizaba lo
escrito. Eran épocas confusas e intensas. Había tantos factores que debían
encadenarse y funcionar para que esa carta llegara al destinatario que no había
más que confiar en la suerte.
Solía ensayar la letra durante un
rato largo, maldecía esos trazos desordenados e incompresibles hasta que
descubrí la grafología y lo entendí todo. Siempre el mismo saludo: “Buen día
con sol” aunque lo que siguiera fuera una despedida, una suplica o una
declaración de amor.
Aún conservo cuadernos repletos de
esas que nunca fueron enviadas, por falta de dinero, de tiempo o la simple
sensación de que no habría quien rompiera el sobre para hacerla nacer en otros
ojos.
¿Qué habrá sido de aquellas que si
llegaron a destino? ¿Serán aun hojas amarillentas envueltas en cintas rojas o
compost de algún relleno sanitario? Me inclino más por lo segundo.
Hoy extraño profundamente la
posibilidad de escribirte una carta. Quizás así podría hacerte entender todo el
misterio que mi voz y tus oídos se niegan a desentrañar. Quizás serían tantas
carillas que te aburrirías antes de terminarlas, pero eso también querría decir
algo que los oídos disimulan mucho mejor.
La tarde cae indiferente, los
carteros terminan de entregar boletas, extractos bancarios y dejando el fondo
de sus bolsos para mañana. Las malas noticias pueden esperar. Los perros ya no
tienen a quien ladrarle entonces lo hacen entre ellos. Y yo, sigo soñando con
cartas que nunca voy a escribir y menos aún enviar.