Yo fui una adolescente que no lloraba. No me mire así, no se
deje engañar por estos ojos inundados de tristeza, sigo siendo la misma, solo
que ahora lloro mucho. Quizás solo sean esas lágrimas que acumulé cuando
pensaba que llorar era una debilidad. Hay que ser tan valiente para derramar
lágrimas, para reconocer los errores y que salgan del cuerpo en forma de agua
salada. Como mares desobedientes, u obedientes , según del lado de la luna que
se los mire.
¿Si tenía tristezas? Si, miles, calladas y dispuestas a salir
cada noche a atormentarme. Había juntado una a una, ninguna lograba escapar a
esta memoria tan astuta e inquebrantable. Intenté todo para hacerla declinar
sus armas, pero no está dispuesta a dejarse convencer. Ella es así,
desde que tengo memoria.
Ahora soy una mujer, casi cincuenta, y lloro. Lloro las
discusiones, los embates del destino, las malas decisiones, las enfermedades de mis hijos, las muertes de cuerpos, de almas, de ideales
y de esperanzas. Lloro los problemas con solución o sin ella. Lloro las noches
oscuras y los días de sol. Lloro las muertes de todos los bandos. Lloro los
golpes que dan manos, palos, o abogados de doble apellido. Lloro porque no
puedo dejar de llorar. Lloro para ver si con un poco de agua puedo ver las soluciones
a los problemas cotidianos que a veces se me escapan entre las manos. Quizás,
de tanto llorar, sea una anciana sin lágrimas que lea al sol en el banco de una
plaza o con los pies en un océano inmenso que reemplace las lágrimas. No me pida que no llore, se que es difícil ver
a otro llorar sin contagiarse, casi como un bostezo, o una gripe invernal. Pero
no se preocupe, llorar no es tan malo, solo tiene mala prensa. Llorar limpia,
oxigena, descomprime y a la larga uno para de llorar. Yo por ejemplo, me seco
las lágrimas, limpio mis mocos, me arremango y vuelvo a la lucha. Así que no se
preocupe, déjeme un ratito más derramar penas, para que se vayan todas de una
vez y pueda volver a sonreír. Déjeme un ratito más y le prometo que no se va a
arrepentir.

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