Una tarde hace un tiempo ya, atravesé un camino de ripio. Justo donde ese camino se convirtió en calle encontré uno de mis tantos posibles futuros.
Era un pueblo pequeño en el cual se adivinaba que la ecuación casas-gente era distinta a la por mi aprendida.
Un viejo frigorífico le dio la palmada inicial y lo pobló hasta cerrar sus puertas y dejarlo a merced de su suerte. Allí llegué en camino a otros lados como debe ser.
Circulé lento por sus calles. La poca gente que crucé llevaba su tranquilidad a cuestas al amparo de una siesta calurosa. En una esquina encontré la certeza de que allí podría yo morir. Verde abundante y parejas compartiendo canas me dieron la sensación de que ahí el juego era esquivar a la parca un ratito más.
Me gusta jugar con mis posibles futuros. Verlos, palparlos, sentirlos reales con un indudable punto de comunión. En todos me veo munida a un libro, abrazada a él, sostenida por una historia apasionante penetrando mis ojos, dándome vida.
Si, creo con firme convicción, que si me toca llegar a la vejez, me dejaré sostener por un libro en una tarde de sol. Pasada la siesta y esperando la noche sin apuro alguno con el pleno disfrute del momento en el que estoy y quizás, tan solo quizás en Liebig será.

No hay comentarios:
Publicar un comentario